Una de las cualidades más interesantes que aportó el Decreto 63/2001 que regulaba las enseñanzas musicales superiores en Cataluña, así como su desarrollo posterior en centros como la Esmuc de Barcelona, fue ofrecer como opción formativa la especialidad de interpretación. El candidato que se presentaba a las pruebas de acceso no tenía, al hacer la inscripción, la posibilidad de escoger "piano", ni siquiera “instrumento”, pero sí podía escoger “interpretación”, "pedagogía", "composición"...
No voy a entrar aquí a analizar el cambio de política educativa que implicaba esta circunstancia, sutil, reservada pero no falta por ello de gran transcendencia, ya que tanto el citado decreto y como el centro están llenos de matices de esa índole y detenerse en uno obliga necesariamente a detenerse en todos los sucesivos y diferentes que se interrelacionan y complementan. Sólo me centraré hoy en lo que, desde la postura de profesor de "interpretación", considero implica el tener que enseñar esta materia y no la de “piano”.
Lo primero que debemos tener en cuenta es que el objetivo de nuestra labor docente. Como avancé, no se trata de formar pianistas, sino intérpretes que se expresan con el piano. Con toda seguridad estaremos de acuerdo en que el objetivo principal en el proceso de formación de un intérprete es conseguir que éste llegue a ser autónomo. Es decir, que sea capaz de utilizar, desarrollar y adecuar las habilidades adquiridas durante su período de formación para crear un mensaje propio, original y consecuente con los tres factores que componen toda interpretación (información, intención, intuición). Enseñarle a pensar, a escuchar, a decidir es, en suma, enseñarle a interpretar.
Esta tarea no es nada fácil. Formar (o ayudar a formar-se) a un intérprete es un proceso largo y complejo, en el que interactuan diferentes actores (estudiante, profesor(es), contexto académico, contexto social y personal...) con diferentes papeles y diferente importancia. En ocasiones, la instrucción técnica será decisiva, otras veces, una experiencia personal, una imagen o una novela, serán la clave para impulsar un desarrollo que podía haberse estancado... La interpretación se convierte, de esa forma, en un espejo de nuestra priopia existencia.
Para el profesor, coordinar este conjunto de factores en beneficio del estudiante, representa una tarea nada fácil, que requiere asimismo de paciencia, intuición, programación y, por qué no admitirlo, también algo de suerte. Con frecuencia nos centramos en aspectos técnicos, o estilísticos, forzando el método pedagógico de la imitación. Y confundimos la capacidad del alumno para reproducir el ejemplo, la atención que ha puesto en percibirlo y re-crearlo, con la capacidad para conseguir un resultado similar por sí mismo. En ocasiones, percibiendo en el alumno un factor determinado que necesita más atención, concentramos en él todo nuestro entusiasmo (que no es lo mismo que acierto) y no desarrollamos el resto de factores que componen su personalidad interpretativa. Que no le salen las escalas con suficiente claridad, pues venga! estudios de escalas durante tres semanas como dieta milagrosa. Que se la da bien Chopin pero no Beethoven, pues le damos una sonata de cada período y nos sentimos satisfechos de haber contribuido a subsanar su gran defecto en cuanto a comprensión y gusto interpretativos... Cualquiera accederá a consentir que esta táctica, en la que caemos a veces de forma inconsciente, es del todo incorrecta. Pero no es sólo eso, otras veces asfixiamos al alumno con grandes cantidades de información cayendo en el error de no saber estructurar los contenidos, anteponiendo nuestro magistral dominio del saber a su capacidad de asimilación. Esto suele pasar con frecuencia en pedagogos jóvenes (entre los cuales debería incluirme aunque sólo sea por edad...) obsesionados por enseñar al alumno todo cuanto sabemos en la primera clase o por cumplir el temario de la asignatura más allá de los caprichos del calendario académico o de las necesidades reales del proceso educativo... Toda vocación de estudio y entrega es poca para conseguir ayudar al alumno a crecer correctamente, para facilitarle los puntos de apoyo que le permitan avanzar por sí solo en el camino, para mostrarle la práctica de la interpretación como una experiencia positiva y maravillosa, no libre de equivocaciones y caídas, es cierto, pero siempre abierta a un sinfín de posibilidades enriquecedoras.
Veamos algunas propuestas destinadas a adquirir una mayor autonomía por parte del estudiante. Una experiencia que hemos llevado a cabo este año en la Esmuc con bastante éxito ha sido la de proponer al estudiante de último curso que montara (e interpretara públicamente) una obra sin ayuda o indicación alguna de su profesor/a. Durante el primer cuatrimestre del curso académico, cada estudiante escogió una pieza según sus preferencias y posibilidades, estudiándola y tocándola finalmente en escena (con asistencia puntual y atenta de los profesores). De esta forma, se puso en evidencia el grado de autonomía adquirido no sólo a nivel de resolución de problemas planteados por la obra elegida sino en cuanto a la opción interpretativa mostrada, que reflejaba aspectos importantes de su personalidad y de la opinión que él tenía de sí mismo (al haber elegido esa y no otra pieza). Pensemos que una experiencia de esta índole nos permitiría evaluar no sólo al alumno y qué es lo que llega a aprender por/de sí mismo, sino también al profesor y, por extensión, al centro educativo y su plan de estudios. Lo importante, al final, es que contribuimos a generar una situación semejante a la que les esperará una vez finalizados sus estudios cuando se incorporen a la realidad laboral.
Un aspecto esencial en la formación de un intérprete y su grado de autonomía es su capacidad auditiva. Es cierto que es muy necesario tener conocimientos de historia de la música, de teoría, de análisis, de otras disciplinas humanísticas, de otras realidades musicales. Es verdad que esta “gramática musical” por así llamarla nos permite activar estrategias creativas o fundamentos de rigor. Nos aportan una sensación de ubicuidad y, por consiguiente, de seguridad en nuestros actos (como tantos filósofos, historiadores y psicólogos han demostrado, el concepto de límite y su percepción son esenciales para el ser humano), conforman todo lo relativo al intelecto. Pero el pensamiento sin sentimiento no es posible en la música y el único camino hacia la expresividad consciente es la percepción auditiva. Una vez leí una cita atribuida a Unamuno que decía “Piensa el sentimiento, siente el pensamiento”, hermoso, verdad? Pues bien, el grado de interés y complejidad de una interpretación se mide efectivamente por esos dos componentes: el intelecto y el sentimiento, que se convierten así en los dos pilares esenciales de la formación de un intérprete. Personalmente, creo que la expresividad es más importante en una interpretación y el oído es la llave que nos abre la puerta hasta ella. La expresión se convierte en algo parecido al sabor, sólo perceptible a través de la consciencia. Como indiqué en otra entrada, el sonido y su carga emotiva pueden ser el reflejo de una imagen sonora “escuchada” mentalmente o aparecerse como algo inesperado, una sorpresa que estimula y excita los sentidos. Pero su percepción y la de su significado se producen siempre a través de la consciencia. Es pues posible y necesario, educar la habilidad de escuchar y el grado de complejidad de lo que se escucha como elemento fundamental en la "columna vertebral del intérprete".
Parafraseando al gran profesor y pianista L. Sintsev que decía de no es lo mismo hablar a los demás que hablarse a uno mismo, podemos afirmar que no es lo mismo escucharse a uno mismo que escuchar a los demás. Esta práctica necesita de instrucción, de entrenamiento, y regula el grado de comprensión que tenemos (y mostramos) de la música. Al tocar una misma pieza, no "oye" lo mismo un pianista profesional que uno principiante, no le presta atención a las mismas variables ni se propone controlar los mismos parámetros para los mismos fines. Un ejemplo podría ser el comienzo del tema del famoso nocturno póstumo en do# menor de Chopin. Un alumno en formación inicial se concentrará seguramente en tocar correctamente las notas escritas, otro, más avanzado, en que la melodía suene más timbrada o fuerte que el acompañamiento, un estudiante de grado superior, superadas ya esas fases elementales de control auditivo, se centrará seguramente en conseguir una línea expresiva que fluctúe desde el principio al final del motivo sobre la base aterciopelada y cálida del acompañamiento... De todo esto podemos deducir que la capacidad para percibir la música determina el grado de profesionalidad y autonomía del intérprete.
Otra propuesta que he llevado a la práctica durante el presente curso con la intención de ayudar a los estudiantes a ser más autónomos ha sido la de fomentar entre ellos la práctica pedagógica. Al dar clase agudizamos nuestra concentración y nuestra capacidad de percepción. Descubrimos errores y virtudes en la ejecución ajena y proponemos soluciones que con seguridad nunca antes habíamos pensado y que nos servirán para nuestra propia práctica de estudio. Evité la opción de que los estudiantes de cursos superiores escucharan y aconsejaran a los de cursos inferiores, reproduciendo un modelo de “asistente” ya conocido y comprobado. Opté, en cambio, por crear una combinatoria en la que, al azar, todo estudiante sería escuchado (o alumno) y oyente (o profesor) sin importar el curso o nivel del commpañero/a que tuviera al lado; de esta manera pretendía diversificar, intensificar y enriquecer la experiencia docente. Así, un alumno de primer curso podía “dar clase” a uno de cuarto o lo que es lo mismo, a alguien que, en teoría, poseía más conocimientos y experiencia. Muchas veces, como profesionales de la pedagogía, debemos trabajar con alumnos de muy diferentes capacidades y motivaciones; dar clase a alguien que sabe más que tú puede ser una experiencia altamente curtidora y estimulante para la creatividad y la intuición. Pensé que esta modalidad sería más interesante en sí misma y para la formación de sus individualidades. Una vez realizadas las sesiones y los pertinentes cruces de parejas hicimos una reunión para evaluar y comentar la actividad. Pusimos en común las experiencias y analizamos aciertos y errores. Todos asintieron que la experiencia había sido altamente positiva y formativa, y que había estimulado la aplicación de sus recursos, desvelándoles capacidades y limitaciones tanto propias como ajenas que hasta ese momento habían estado escondidas. Sin duda volveremos a repetir, mejorando un poquito más los resultados...
La forma más natural de percibir la música es oyéndola, la manera más fácil de entenderla, interpretándola. No hablo de conciertos, ni de discos, ni de concursos... hablo de mensajes, de sentimientos, de personas y de la oportunidad inigualable que nos ofrece la música para, al combinarlos, conseguir comunicarnos. No desperdicien la oportunidad... hagan música!
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